Tuesday, March 30, 2010



¿BOCA O RÍVER?
Nunca mi padre debe haber estado más feliz que el propio día en que nací. Siempre decía que aunque hubiera sido nena, igual no hubiera esperado el fin del día para registrarme como socio de Boca.
Nací un jueves. Ese domingo jugaba Boca en la Bombonera y mi viejo llevó mi carnet para mostrárselo a toda su barra. Recibí entonces muchos regalos curiosos: remeras talle 00 azul y oro, toallas y hasta una mamadera con el escudo del club. Cuentan que mi abuela hizo una enorme torta con la forma de cancha y veintidós muñequitos en medio de un partido que ganaba... Boca. Al volver de la cancha, la barra realizó en casa un doble festejo: el del prolijo dos a cero del partido y el del nacimiento de esta nueva gloria, ahora el hincha más joven del mejor club del mundo.
Papá estaba en plan de competir a toda hora con cada uno del resto de su barra. Y dado que fue el primero en convertirse en padre, con el tiempo y nuevos nacimientos debió soportar la bardeada que suponía superar sus obsesiones: todos trataban de que quedara en evidencia que cada uno de los bebés incorporados era más boquense que cualquier otro.
Yo me portaba en consecuencia. No queda muy claro si fue la segunda o tercera palabra que pronuncié. La primera fue “Abu”, ya que mi abuela me criaba mientras los viejos salían a laburar. Y antes de decir papá o mamá, parece que efectivamente balbuceé “Boca”. Y dicen que en cuanto caminé, lo primero que hizo mi viejo fue poner una pelota a mis pies. Azul y oro, claro.
Esos fueron los carriles por los que sucedió mi primera niñez sin intranquilidades mayores, con el gran beneplácito paterno.
Cuando acababa de cumplir cinco años, mi abuela –que como ya dije era quien me cuidaba diariamente- sufrió un revés económico importante. Su casa, que estaba hipotecada, terminó rematándose y debió irse a vivir con su hijo. Mi tío era un gran tipo, un solterón que la entusiasmó con la idea de irse a vivir a su casa y dejar de tener problemas de vivienda. Contribuyó el resto de la familia en convencerla, dado que a mis viejos mucha gracia no le hacía traer a casa una vieja bastante metida, a quien me dio siempre la impresión de que mi padre mucho no la tragaba.
El comienzo de aquel año fue muy significativo en mi vida: empezaría el preescolar y debía pasar gran parte del día en la nueva casa de mi abuela.
Todo esto no debería tener mayor trascendencia familiar, salvo el pequeño detalle de que mi tío era un futbolero fanático envenenado de... River... Todos en la familia colaboraban siempre para que en las reuniones no sentaran juntos a mi papi y al tío. Aunque desde que se conocieron, unos treinta años antes, no pocas habían sido las veces en que se habían trenzado mal, con golpes, denuncias policiales y hasta amenazas de acciones penales.
No pasó mucho tiempo en que se me hizo muy pero muy atractivo pasar los días en aquella casa. Mi tío tenía instalado un metegol profesional, y en general terminábamos siempre simulando clásicos en el que él hacía de River y yo de Boca.
Pero un día la abuela se engripó, y más bien su delicado estado daba para qué yo y mi tío la cuidáramos a ella. Pero la abuela era fuerte, y se curaba a tecitos y aspirina, y dormía gran parte del día. Así fue como aquellos días empezaron a ser más entretenidos todavía, dado que quedé al cuidado de mi tío. Que primero me empezó a llevar al club, y luego a la cancha... ¡de Ríver!. Con todas las advertencias del caso: me pidió que jurara que no le iría nunca a contar a mi viejo.
Mis ojos de cinco años comenzaron a ser conmovidos por todo: las dimensiones de aquel club y su estadio, la rápida integración que lograba con los grupos de chicos de mi edad. Mi tío me había convencido de que nunca debía mencionar en tal lugar ni mi condición de socio de Boca, ni los principales gustos deportivos paternos.
Una cosa que luego nunca me perdonaría mi padre fue que el primer partido que presencié en una cancha fuera el de River, jugando como local contra Belgrano de Córdoba. Mi tío me había llevado a espaldas de mi familia, y seguro que a sabiendas de la rabieta que podía estar ocasionando a mi padre.
Aquel fue otro acontecimiento decisorio de mi vida: presenciar un partido hacía que no me alcanzaran los ojos, la boca, los poros. Sin querer, me di cuenta de algo casi mágico que estaba sucediendo dentro mío: yo ya era de Ríver. Con el primer gol me abrazaba a mi tío y recuerdo aquel como un momento de una primitiva gran gran felicidad.
Así había transcurrido todo mi preescolar, una etapa de crecimiento en todo sentido. Pero ustedes saben que comenzar la primaria hace a cualquiera creer que ya es un hombre. También fue mi caso, así que decidí no ocultar más a mi padre todo lo que estaba pasando. Pero lo que yo creía legítimo, creo que no fue muy buena solución. Sobre todo, la forma que elegí para expresarlo:
- Papá: tengo una buena noticia que darte: no sólo soy de Boca, sino que también soy de Ríver.
Claro: yo me imagino alguien del más cerrado fanatismo (más del de cualquiera que el lector conozca ¿eh?) viendo a un piojo que le plantea una cosa de este talante... Imposible de creer...
Mi viejo pensó en una cargada del peor humor negro, instrumentada por su mil veces maldito cuñado, un error de interpretación de un pendejo, o que, finalmente llegaba al fin de sus días.
Ya de grande, mi mamá me confesó que, por entonces, el viejo le dijo que él hubiera aceptado un hijo puto, ladrón o mogólico, pero lo que había escuchado de mi boca había sido un shock que difícilmente podría llegar a superar en el resto de su vida.
- Sólo un loco puede ser de dos clubes, pero si además esos dos clubes son Boca y Ríver, el cultor de semejante cosa es un degenerado, un perverso y un desviado. ¡Y eso es mi hijooooo! – esta exagerada adjetivación es apenas una pequeña muestra del tipo de monólogo afiebrado que ensayó durante un tiempo el dulce de mi señor padre a quien quisiera escucharlo.
En fin. Que después de confesárselo me sentí contento, porque eso era lo que realmente sentía: amaba a Boca porque no conocía otra cosa desde que había nacido, y me entusiasmaba Ríver porque ahora que lo conocía bastante, me caía muy bien. Como reconocen los verdaderos maridos bígamos, me había enamorado en forma duplicada, sin posibilidad de elegir sólo por una de las partes.
- No se pueden tener dos patrias, dos religiones ni dos madres. ¡No se puede ser hincha de dos clubes! –intentaba en vano convencerme el viejo. Claro: luego de putearme, fajarme y llorar borracho, acusándome de traidor.
Yo atravesaba ese laberinto lleno de acusaciones, indemne: ¡estaba contentísimo! Y de paso, iba ganando experiencia en cómo debía moverme en este anegadizo terreno de la dualidad deportiva. En principio notaba que mi felicidad (y mi supervivencia) dependían de manera extrema del ocultamiento estratégico con que me moviera en cada ambiente: no decir a los de Boca que me enloquecía por River, y esconder a los millonarios mi parecer bostero. Poco fácil, pero práctico.
Crecer me fue aportando conocimientos que sostendrían mis gustos con excusas varias, y hasta justificaciones bastante racionales. Al viejo solía oponerle sus muletillas sobre que “no se pueden tener dos patrias, dos religiones ni dos madres” echándole en cara que él no sólo era argentino sino que había logrado nacionalidad italiana, o recordándole la existencia de matrimonios mixtos entre judíos y cristianos, o que sí hay dos madres en el caso de los hijos adoptivos: la biológica y la adoptante.
Claro que mi crecimiento con tales convicciones fue un permanente oprobio para mi padre. Al que cada vez que lo acompañaba a la cancha debía soportar no sólo sus refunfuños, sino las miradas que le descubría, en la cual era demasiado obvio que pensaba que había engendrado un traidor.
Entre mis amigos, al principio constituía una rareza que, como todo, al fin asimilaban. Yo era el raro pero, claro, no taaan raro. En el barrio ya había sido detectado un gay, al padre de otro que estaba en cana por una estafa y tenía para rato, una hermana que había quedado embarazada a los trece años, en fin... que yo era cada vez menos llamativo... Y dada mi funcionalidad (a veces estaba de un lado, a veces de otro), a los fines de discutir e hinchar, a los simpatizantes de uno u otro club les convenía...
Con el tiempo, mi papá parece que también acomodaba la idea. Hasta que su segundo hijo también resultó varón, y parece que pudo ajustar su plan, y no dejar ningún resquicio a la casualidad. Este nuevo muchacho sería indiscutiblemente de Boca. “De Boca Juniors”, carajo.
Y con respecto a mi caso, un día parece que bajó los brazos, aunque cada vez que nos agarrábamos, volvían todos los argumentos de los que sólo lo consolaba la existencia real de otro boquense de ley como mi hermano, ya muy en claro que era un “puro” boquense.
* * *
Con Graciela nos conocimos desde muy chicos, y ambos sospechábamos que lo nuestro venía sólido, fuerte y que nos terminaríamos casando. Algo que queríamos desde siempre los dos, así que no hubo grandes novedades al respecto: cumplimos nuestra propia auto profecía.
La primera vez que mi suegro se enteró de mi extravagancia deportiva, tembló. Me contaría después que se preocupó por el futuro que podría encontrar su hija con un tipo como yo, que podía al fin y al cabo ser tan inseguro que –así como seguía deportivamente a dos pasiones- hiciera lo mismo en el terreno del amor. Y que su hija debiera compartirme con otra o –peor y como es muy habitual ya en tantos casos- con otras.
Sin embargo, con el tiempo se fue dando cuenta de que sus temores eran bastante infundados, ya que a esa altura poco me importaba el fútbol, abrumado por un laburo estresante y los compromisos de adulto que iría asumiendo: hipoteca, cuota del auto y ahorro para vacaciones.
Hasta que llegó el día en que –para desgracia de mi viejo y de mi tío- acompañé a mi suegro a un partido de Independiente como local, contra Huracán.
Y, sí: ahora también soy de Independiente.

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