Saturday, February 20, 2010




Cómo preparamos la pista para el aterrizaje del Gran Hermano.

En 1949 George Orwell temía que en el año 1984 estuvieran creadas las condiciones para que se pudiera dominar en forma totalitaria un tercio del mundo. Se anticipó en apenas tres décadas.

Para esta generación, Gran Hermano es tan sólo el nombre de un viejo reality show televisivo que sirvió para mostrar la vida en común de un grupo de jóvenes que experimentaban la convivencia online, en vivo y tratando por todos los medios de que quedara fija en la “opinión pública” su existencia como “mediáticos”. Cosa que sólo unos pocos alcanzaron, ya que algunos otros sobreviven presentándose en funciones de trasnoche en boliches de los suburbios.
Aunque en realidad “Big Brother” es un ente informe (¿personaje?) creado por el escritor George Orwell para su novela “1984”.
La sociedad de la primera mitad del siglo 20, era en la que le tocó vivir a Orwell, estaba conmovida por una realidad bastante compleja: el mundo se debatía entre dos fuerzas beligerantes por antonomasia. Una de ellas era el control de ciertos estados a partir del pensamiento de ultraderecha y ultraizquierda, y a través de figuras que vistas desde el hoy podríamos definir como “extravagantes” si querríamos ser elegantes, o “terroríficas” para ser muy gráficos: Hitler, Stalin, Mussolini, Franco, todos juntos sumaban millones y millones de muertos en su haber. Con la prefiguración de lo que se denominó “Segunda Guerra Mundial”, apareció en el panorama la convicción de que la única manera de liberarse de aquel bloque de genocidas estaba en manos de quienes se asumieron como adalides del “mundo libre”: Estados Unidos (crecidos a costa de la esclavitud) y Gran Bretaña (un conglomerado de posesiones acumuladas con piratería y colonialismo.) En fin: dos potencias cuyas medallas refulgentes no eran precisamente las de la libertad ni la independencia.
Finalizado aquel caos beligerante de los cuarenta, Orwell incursionaba en la ciencia ficción creando una pequeña joya de la anticipación, y que fue reiteradamente llevada a la pantalla (hubo una versión de 1956, otra filmada en el mismísimo 1984, y también varias recreaciones para la televisión.)
La ciencia ficción habitualmente no despertaba mayor intranquilidad: ni los extraterrestres y sus naves, ni las hecatombes apocalípticas masivas que proponían los libros podían percibirse como posibles en el horizonte de la realidad. Pero sí las tiranías y su autoritarismo, las guerras con armas cada vez más mortíferas, y la arbitrariedad irracional que todo esto presuponía. Por eso aquella visión futurista de Orwell metía verdadera intranquilidad en el lector: es que la tendencia estaba ya instalada.
De qué se trata la novela “1984”
Leí por primera vez esta novela cuando ya era un texto viejo, aparentemente superado, que volvía a ser más ficción que ciencia. La guerra había terminado hacía más de quince años, y los dictadores que quedaban eran feroces pero deslucidos, sin predicamento internacional. Recuerdo que en la edición que llegó a mis manos, el traductor había preferido interpretar Big Brother como “Hermano Mayor”. El libro me dejó una marca indeleble, ya que incorporé la figura omnipotente del dictador cada vez que en mis alocuciones debía referirme necesariamente al imperio de la locura que implica el ejercicio del poder a través de la autocracia, la arbitrariedad del que manda, la abundancia de psicópatas que logran posiciones de poder efectivo en el mundo moderno. Especialmente exponer sobre las grandes dificultades que siempre supone superar esos momentos en la historia de las organizaciones de cualquier tipo: desde países hasta pequeños clubes, y aún en pequeños consorcios de vecinos.
El planteo original de la obra se desarrolla en un mundo “sintetizado” en tres grandes estados que se encuentran en guerra. La acción transcurre en uno de ellos, Oceanía, gobernada por un líder (el referido Gran Hermano, al que nunca se logra conocer quién es) que posee los medios a su alcance para ver controlar y poder manipular (a través de cámaras y redes televisivas) la acción de cada uno de los habitantes, y que “decreta” a través de cuatro organismos centrales de su gobierno la existencia permanente de amor (organización de la coerción sobre los habitantes), paz (administración de la guerra constante), verdad (en realidad manipulación de la información para que se absorban las mentiras) y abundancia (una manera de administrar la dramática escasez de todo tipo de recursos), los propósitos de su partido político único y omnipresente.
Un mundo controlado por una sola voluntad. Pero manejado realmente, sin los errores humanos y sin posibilidades de quebrarlo, tal cual le pasara a Hitler, a Stalin, a Batista o a Duvalier. Los grandes dictadores de la historia se ilusionaban con ser verdaderos “ordenadores” de la realidad que creían estar dominando. Y este es precisamente el nombre que se le da en algunos países de habla española a la informática. Y esa –pienso- es la orientación que va teniendo la “pista de aterrizaje” que se va configurando, y a la que aludo desde el título.
Disculpe las molestias: estamos construyendo la pista de aterrizaje
Quiero contarles cómo comenzó este miserable nivel de reflexión en mi febril cabeza. Hacía unos pocos días que habían lanzado el nuevo sistema operativo de Microsoft, y en forma absolutamente casual decidí cambiar mi anciana PC, pues ya había cumplido con su misión luego de seis años de uso.
Dado que el precio que me ofrecían incluía el sistema operativo instalado, así llegó a mi vida el Windows Seven. Los argentinos que leen entenderán que poseer en una máquina un sistema operativo legítimo es una cualidad que me hace sentir rarísimo.
Ni les cuento el placer que fue comenzar a trabajar en la máquina: el Seven aceptaba todos los softwares que le proponía instalar, y sin chistar. Recordaba con pesar las rabietas del pasado, cada vez que hacía una migración a una nueva máquina o sistema operativo, las búsquedas infructuosas de drivers, o el tener que abandonar un programa (o peor aún, un periférico) porque su fabricante había desaparecido y a nadie se le ocurría hacer el esfuerzo por recrear algún tipo de adaptación.
Hasta que llegó el momento de conectarle la impresora. Tengo una Hewlett Packard bastante nueva, de esas que además son escáner y fotocopiadora color. El Seven no sólo la reconoció e instaló de un saque, sino que me avisó que “tenía que actualizar su software”, para lo cual “me pedía autorización”. Ni lo dudé: me pareció razonable, pensé que harían algunos toquecitos para adaptarla y le dí pa’lante.
¿Saben qué pasó? ¡Cambió todo el software! Nuevas interfaces con muy mejoradas prestaciones. Todo (hasta hoy, aparentemente) gratis. Tengo un servicio de impresiones re-perfecto.
Todo ok, ¿no? Sigamos.
Pero fíjense qué interesante. Los nuevos televisores de LCD, aptos para la ya inminente futura televisión de alta definición vienen con una alta interconectividad con la PC (y por ende a internet) y con un (ahora, para mí) inquietante servicio de “actualización de software”. Lo mismo que los más recientes “smartphones” (esos celulares tipo I-phone), y los módulos MP4/MP5/MP6, que son esos bichitos amables llenos de música que hoy porta cualquiera en el colectivo. Casi es inútil utilizarlos sin recurrir a servicios de internet.
2014: odisea del espacio
Mi conclusión: cada vez más objetos funcionan con auxilio de procesadores (incluyendo automóviles y motocicletas) y fácil interconexión con computadoras y similares, y dudo si no estaremos a un tris de que se impongan como obligatorios (pero eso es tema para otro post).
La existencia de procesadores en cualquier tipo de accesorio, maquinaria o adminículo portante o residente, les otorga la chance de estar dotados de cierta “inteligencia” que se potencia con la posibilidad de conexión con redes, o con la hoy potente “gran red” que es internet.
¿Que hoy no existen dictadores? Ajá: pero la base está.
Se los voy a escenificar apelando a la ciencia ficción.
Hoy es 25 de junio del 2014. Corrí hasta casa para no perderme la final del mundial. Está apasionante, porque el partido es Brasil contra Argentina. Suerte que llegué con tiempo, porque justo ahora al televisor se le ocurre ponerme un cartel. Dice “Para continuar, debe actualizar el software”. Lo apago y me voy a la PC, bajo el programa y luego conecto mi pendrive en el televisor. “Descargando” leo en la pantalla y respiro. Hasta que un cartel me señala: “Nuestro benemérito presidente, el Dr. González, en su campaña de amparo a los pobres, necesita su mínima colaboración de $ 1000. En cuanto efectivice el pago (puede hacerlo con cualquier tarjeta o sistema electrónico de pago online) en www.quebuenoesgonzalez.com, cargue la aprobación en el pendrive, descárguela en el televisor ¡y luego disfrute del partido!
Y le traslado la preocupación al resto de sus aparatitos. ¿Qué diría del jingle “Con González todo bien sale” que estuviera obligado a escuchar entre canción y canción en su MP7? O el maravilloso mensaje en el visor de su automóvil “Vuelva a votar como siempre a González”.
Sí: ya sé lo que piensa. No debe diferir mucho de lo que yo mismo pienso. Pero le recuerdo que puede no haber más aparatito, ni servicio, ni electrodoméstico o utilidad si no se “actualiza el software” como corresponde...
Hasta me dio ganas de volver a leer a Orwell. Por lo menos para imaginarme cómo sigue esto...

Monday, February 01, 2010


Mi generación está tan llena de prejuicios como las anteriores

Mi generación me pareció alguna vez como “de vanguardia”, los que éramos adolescentes en los sesenta y setenta creíamos tener muy claro cientos de cosas, y pensábamos estar produciendo cambios importantes en lo social, lo político, y hasta en el arte y las costumbres.
Fue entonces que nació, creció y escandalizó el rock’n roll y todas sus variantes, el mayo francés, el hippismo, el cine de la “nouvelle vague”, el pop y el op, la bikini, la minifalda y nos tocó festivamente protagonizar el comienzo público de una visión más realista y menos pacata de las prácticas sexuales. Nos enfrentábamos a generaciones más conformistas y prejuiciosas, que nos acusaban de revoltosos e ilegítimos. Y avanzaba un proceso de politización a través de la “militancia” activa, ya que de una u otra manera todos los jóvenes crecimos en la discusión permanente de la realidad que creíamos interpretar o poder modificar.
Hasta la iglesia católica (sí, la misma) se había transformado en un motor del cambio. Hubo un concilio en el Vaticano, y a través de un par de Papas se hicieron cambios vitales en la liturgia, una manera de adaptarla a los cambios que sucedían en el resto del planeta. Creció la conciencia de la injusticia generada a través de las diferencias sociales, y los movimientos tercermundistas permitieron retornar al criterio solidario del núcleo original de fundamentación del cristianismo.
Aquella generación fue consciente de querer cambiar al mundo, y muchas de las cosas que sucedían parecían afirmarlo.
Hoy me pregunto si aquello era apenas producto de nuestra juventud. ¿Será que ser joven es estar enfermo, y por eso uno se pone a pensar así, pero en cuanto “se cura” la cosa cambia? Es que no rescato en la gran mayoría de la gente de mi generación la visión de lo que hubiere quedado como producto final de aquello que parecía tan vital y hasta casi necesario...
Encuentro ya hoy entre mis contemporáneos, sin embargo, visiones maniqueas para la realidad inmediata. Intolerancia y discriminación, fobias e interpretaciones tremendistas.
Al igual de lo que pensaban nuestros padres a quienes criticábamos y discutíamos, mis pares suelen pensar que los “chicos de hoy” son terribles (en el peor de los casos suelen agregar que tienen “falta de límites”), y que los adolescentes están descarriados y acuciados por la droga y el alcohol. Cada vez más se piensa en que habría “más justicia” si hubiera más penas y más duras, en lugar de apuntar a resolver las conflictividad social que da origen y es caldo de cultivo del delito y la delincuencia en general (algo que sí sosteníamos la gran mayoría de los de nuestra generación).
Estos viejos protestan por todo, cuestionan casi a mansalva y nada los convence, sostienen un pesimismo crónico y perdieron el sentido del humor. Como decía Luca, se transformaron en “viejos vinagres”. Y mejor que se los diga yo, que al fin y al cabo también soy uno de ellos.
No sé si será muy representativo, pero tal vez el mejor de mis ejemplos sea un amigo de la infancia con el que me crié y cursé tanto el primario como el secundario. Un niño rebelde y adolescente atorrante. Un librepensador y creativo que hubiera apuntado alto si en algún momento de esa parte de la historia que no compartimos y que por tanto desconozco, no pergeñara la hoy evidente tarea de transformarse en “prócer” y decidiera abrazar la religión, la política de derecha acérrima y una profesión con lustre. La contradicción es tan pero tan grande que uno de mis grandes placeres es poder ver cómo regulo el rojo de su cara cada vez que rememoro alguna de sus aventuras non sanctas que compartiéramos en el pasado. Creo que preferiría olvidarse, o no encontrarse conmigo, o poder “borrar toda señal de su pasado”.
Pienso que mi generación fue destruida en varios planos. Algunos están en las listas de desaparecidos, muertos en combate o asesinados. Hubo otros que se escondieron, cambiaron su rol social, se adaptaron a las circunstancias. Otros tantos, que poco se enteraban de lo que estaba sucediendo, siguen igual que entonces.
Siempre me dio la impresión de que muchos han tomado su vejez como la justificación para pensar distinto. Algo así como “era joven y estaba equivocado, pero crecí y fuí madurando”. A todos estos viejos recalcitrantes y olvidadizos de los placeres de su estancia joven, quiero traerles el recuerdo de un fragmento de una canción de un ícono de nuestra juventud, Joan Manuel Serrat, que sugería que “puestos a escoger prefiero un buen polvo a un rapapolvo, y un bombero a un bombardero, crecer a sentar cabeza; prefiero la carne al metal y las ventanas a las ventanillas; el lunar de tu cara a la pinacoteca nacional, y la revolución a las pesadillas.”
Muchos de los viejos de mi generación han recorrido un penoso camino: el que lleva a abandonar el ideal de justicia social, para sostener que la justicia llegue a ser –tal vez- un definitivo y lamentable sinónimo de ajusticiar.