Sunday, April 25, 2010



CIRUELAS
Criado en un pueblo bonaerense caracterizado por la excelencia frutal, desde muy chico he sido un consumidor de frutos “al pie del árbol”. En el fondo de mi casa crecían especies con flores y frutos: hibiscus, higuera, tomates, duraznos y ciruelas. En otras casas del barrio, además, muchos otros crecían: uvas, damascos, mandarinas, naranjas. Según el tiempo de cosecha de cada uno, la solidaridad vecinal daba para repartir.

Uno de mis árboles preferidos era el ciruelo, que lucía gigante como presidiendo el jardín, y que allá hacia fines de agosto se llenaba de florecillas blancas que al caer producían una supuesta nieve en medio de un coro de zumbido de abejas, abejorros y avispas.

Esta convivencia forzada me dio una experiencia invalorable: ver el “ciclo natural del ciruelo”, su floración y polinización, el crecimiento verdoso y carnoso de su fruto y sobre fines de noviembre la ansiada coloración del comienzo de la madurez en los frutos. El avance de diciembre hacía que comenzaran a tomar un color morado, que preanunciaba mayor dulzura y... mayor cantidad de bichos pululando para obtener su comida.

Engullíamos ciruela hasta hartarnos. El árbol era tan gigantesco que mi padre se las ingeniaba para transformarla en pasas para el invierno, mi madre les agregaba azúcar y producía mermelada con destino a toda la familia.

En síntesis: es obvio que si dejamos a la naturaleza que actúe, tendremos buenas ciruelas frescas apenas unos pocos días, durante diciembre.

Pero este 2010 nos viene asombrando. Las ciruelas comenzaron a visitar las fruterías en febrero, y continúan orondas en abril. Pero son “raras”, enormes, carnosas y riquísimas, si bien bastante poco parecidas a aquellas de mi infancia. Hay algunas que son gigantes como duraznos, muy carnosas y compactas, jugosas.

¿Qué pasó con las ciruelas? Intenté verlo en el oráculo del Google, poco pude saber más allá de la transgenia que le atribuye el Wikipedia, de donde extraje la foto que acompaña este post. Así que llamé a Rolando, mi amigo ingeniero agrónomo, que interviene habitualmente en procesos de alimentos transgénicos, y le repetí esto aquí cuento, con mis dudas al respecto.

- ¡Claro que son transgénicas! –me aclaró como si yo fuera un tonto que no entendía- lo que no te puedo aclarar es qué fruta de todas las que hay en las fruterías ya no lo sea...

- ¿Y es cierto que son malas? –agregué para remarcarle cuánto más tonto puedo llegar a ser.

- Mirá, si fueras un periodista te diría que no, yo trabajo en esto. Pero lo que sos mi amigo te puedo asegurar que no sé. Que no sabemos. Sinceramente, pensamos que no son malas. Nosotros mismos consumimos estos productos, y no somos suicidas. Pero qué pasa a largo plazo con su consumo intensivo, lo va a decir la realidad.

- Yo me imagino que, en algún lado, debe haber conejos de ensayos comiendo exclusivamente alimentos transgénicos. Pobres conejos, pero eso se hizo siempre: arriesgar la vida de ellos antes que las nuestras.

- Sí, claro que se hace. Pero no hay hasta ahora datos significativos. Por eso avanza la transgenia, y por eso también tienen fundamentos los ecologistas que se manifiestan en contra: es que no hay pruebas definitivas.

- Claro: recuerdo que las pruebas sobre la nocividad del cigarrillo también llevaron muchos años. Puede que éste también sea un caso parecido, o peor, porque el cigarrillo es una opción lúcida del consumidor adulto. El alimento, en cambio, lo consumen todos de buena fe para alimentarse, incluyendo las tan maltratadas poblaciones “de riesgo”, como enfermos, menores o ancianos.

- Lo concreto es que nadie todavía tiene pruebas concretas en contra –creyó tranquilizarme Rolando.

Como inquietante conclusión: acabo de ver en el supermercado unas ciruelas aún más grandes que las que había visto hasta ayer.

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