Tuesday, January 05, 2010



La revolución tecnológica que aterrizó en casa

Corría 1957 pero la televisión no podía afianzarse en los hogares porteños. Las razones eran varias: un único canal con escasas opciones, televisores carísimos a los que había que agregar una antena externa instalada por un técnico, problemas técnicos de transmisión y recepción y una tecnología precaria (electrónica con lámparas que se “quemaban” en forma reiterada).
Hasta entonces la radiofonía había sido la reina indiscutible del espectáculo popular, junto con el cine. A ambos se aseguraba que les esperaba un próximo fin en manos de la televisión. Nadie sospechaba que faltaba mucho más de lo que se suponía.
A mi padre le encantaba la radiofonía, por lo cual su mesa de luz estaba coronada por un aparato de radio armada por un técnico, con un excelente nivel de recepción y sonido de la más alta fidelidad a la que se podía tener acceso por entonces con sólo la AM a la que se denominaba “onda larga”.
Y por esa misma afición paterna, el segundo hito llegó con el equipo que ubicaron en el comedor de casa: ¡un combinado!, el objeto más codiciado allá por los 50: música a través de discos y radio en las dos ondas: larga y corta, a través de la cual era posible sintonizar emisoras de todo el mundo.
El tercer aparato de radio lo aportó mi hermana, que ya trabajaba y agregó un coqueto receptor con carcaza de plástico para su mesa de luz.
En mi casa, un hogar de clase media baja, éramos “raros” para nuestros vecinos: teníamos tres aparatos de radio y una línea telefónica, aunque no heladera eléctrica, lavarropas o cocina de gas, que eran los trofeos lógicos de cualquier familia de clase media de aquella época.
¿Para qué servían tantos aparatos de radio? Es que el mundo del espectáculo era eminentemente sónico, y por tanto por allí pasaba todo acceso a cualquier realidad: a través de los “radioteatros”, un antecedente del teleteatro, el teatro grabado o las series que luego brindó la televisión. Las señoras seguían culebrones que les brindaban desde el modelo americano del “soap opera” (teatro intrigante auspiciado por jabones), los chicos a los ídolos del comic como Poncho Negro, Tarzán o Sandokan, las familias comedias costumbristas como “Los Pérez García”. La música tenía aportes de recitales en vivo en los grandes auditorios de las radios nacionales y, durante todo el día ya existía la costumbre de los noticieros (se los llamaba “boletines”), la música grabada y el aporte de columnistas en la moda de los “microprogramas”. También por entonces arrancaron los famosos programas de “sketches” cómicos y los concursos de habilidades o preguntas y respuestas, que más tardes serían trasladados casi sin cambios a la televisión.
De aquella época proviene la costumbre de considerar a la radio como “compañía” frente a la soledad, la monotonía del trabajo, o como recurso para dormirse (o no) y hasta divertirse.
Retomemos aquel 1957 en que se produjo la revolución de la radio. Para los argentinos el adelanto quedó en manos de Spica, una marca de radio japonesa que nos maravilló a todos. Es que el cambio no era poco. Lo mostraré en un cuadro:


De repente, uno podía “llevar encima” una radio, y escucharla.
¿Cómo conocí semejante maravilla? Todos hablábamos de repente del “transistor”, “la spica” o la “radio portátil”, aún sin conocerla. Hasta que uno de mis compañeros del secundario “cantó” que sus tíos le habían regalado una (¡esos sí que eran buenos tíos!) y la compartimos en el picnic de la primavera.
Era como magia: de una pequeña cajita uno obtenía espectáculo. Algo imposible de entender como sorprendente desde un hoy, en donde por ejemplo mi nieta preescolar obtiene de su celular desde largometrajes de Disney hasta canciones en estéreo o fotos que le transmiten sus amigas por internet.
Aquel fue un hito con una sucesión “imparable”, ya que para mediados de los sesenta yo ya tenía un receptor dos veces más chico que me acompañaba a todos lados. Con el tiempo los receptores de radio habían evolucionado desde las “catedrales góticas” de sus inicios a pequeños dispositivos, muchos de los cuales hoy están incorporados a teléfonos, relojes o equipos de toda laya.
Los receptores de radio de ser una rareza cara pasaron a mimetizarse y ser un servicio vulgar. Lo mismo que sucedió con los relojes, y que va camino de pasar con las computadoras.
No se por qué, mi nieta Carolina (la estudiante de comunicaciones) piensa que yo “no soy tan viejo”. Mis posts de recuerdos suelo dárselos a leer antes como “primicia”, y así fue como daba alaridos de sorpresa:

-Pienso que exagerás, parece como que hubieras vivido en el Medioevo: nadie te puede creer que en tu casa no hubiera habido lavarropas, heladera o cocina a gas...
-Me van a tener que creer: basta con preguntarle a otros abuelos de clase media baja.
-Me pudre que hables con esos tecnicismos: “clase media baja”… ¿Qué es eso?
-Nena: ¿Qué te enseñan en tu facultad? ¿Todavía no te dijeron que hay pobres?
-Sí, no me jodas… Pero: ¿cómo guardaban la comida, lavaban la ropa o cocinaban?
-Caro: tus viejos te mandaron de campamento desde que eras muy chica. Y sabés que se puede sobrevivir sin algunos adelantos de la vida moderna. La comida no necesariamente se guarda en frío; la ropa se puede lavar raspándola sobre una tabla, y también se cocina con otros medios: desde leña hasta microondas, lo sabés…
-Ah, sí…

Difícil de entender, aunque no imposible.
Volviendo a mi vínculo con los receptores de radio, tuve dos conmociones posteriores a todos los relatos anteriores. Uno sucedió en Jumbo, cuando descubrí la promoción de una máquina de afeitar, que por unos centavos te incluían una radio. El segundo lo viví con la radio que me acompaña aquí, al lado de la PC: me costó $ 5 en un buscavida del subte.

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